LA MUSCULATURA DEL NERVIO


Políticas de la contradicción en la última gestión cultural
I. Casos y cosas: la piromanía

Gonzalo Escarpa


Barbey D’Aurevilly comienza su polémica narración Diabólicas con un interrogante sin respuesta: “¿A quién dedicar esto?”, reza una dedicatoria sincera que no sabe en qué manos depositar un texto escrutado por la ramplona rectitud secular de los que llevarían a su autor a juicio acusado de ofender a la moral pública. En previsión de tanta pacatería Aurevilly llega a justificar su novelita, a la manera medieval, con la versión ingenua de nuestro “no hagan esto en su casa”, lo que le lleva a asegurar que sólo desgrana las mejores anécdotas del libro “para alejar de ellas a las almas puras”.

Este posicionamiento dual, falsario, periclitado y perverso que resulta divertido en Aurevilly se hace demasiado doloroso en el caso de la gestión contemporánea de la cultura y las artes, que pasa por un período que la asemeja cada vez más a la televisión y su cargamento de basura global.

“Etiam si omnes, ego non” (Aunque todos lo hagan, yo no). La normalización de las conductas intolerables y los intereses bastardos no justifican su repetición constante. Lo mismo sucede en el caso de la vivienda, la ya citada televisión o el aparato político.

De forma cada vez menos silenciosa y paulatina la gestión de los recursos culturales de un estado como el español se pone en manos de políticos, personas poco capacitadas, adláteres profesionales o mafiosos (todos estos conceptos pueden tomarse como sinónimos sin problema), que no sólo tergiversan los objetivos fundamentales de toda acción cultural, sino que perpetúan este tipo de maniobras y acaban alcanzando con su pringue a los propios creadores, que no pocas veces permiten y coadyuvan estos despropósitos.

Lo peor, sin duda, es que de un tiempo a esta parte se han ido subvirtiendo los mecanismos que hacen rodar eso que llamamos ‘cultura’ sin pensar demasiado en etimologías. Hoy día unos pocos poderosos organizan, agradan y acaparan, más o menos como siempre, pero además se encargan de esconder, obviar y denigrar el trabajo de otros que anteriormente no eran sus enemigos directos y constituían una plétora de posiciones, ideas y planteamientos absolutamente oxigenante. Pero hoy más que nunca la pléyade cuenta entre sus obligaciones cotidianas, además de expandirse y aburrir con una capacidad pasmosa, con la de velar y atacar todo pensamiento que no resulte favorable a sus intereses. Estamos hablando de uno de los peores efectos de la globalización, cuyo máximo exponente lejano sería el mismísimo club Bilderberg.

Pongamos como ejemplo el teatro. Bajo la argamasa rancia y aburguesada que surge de fusionar a Ana Obregón con Concha Velasco y José Luis Moreno, nada. Pero esto es imposible. Antes tales ataques al sentido común y el buen gusto, no puede no existir una respuesta. Pensamos inmediatamente en seres como Rodrigo García o Angélica Liddell, que Dios bendiga muchas veces, si puede. Pero, al fin y al cabo, estamos hablando de élites culturales muy reducidas y fácilmente ‘reconvertibles’, como ya sucedió con Vila-Matas, en productos rentables. El capitalismo capitaliza, valga la redundancia.

Más allá de los rayos de luces vivos y pasajeros, nada. Nada no porque las posibles respuestas no existan, sino porque no aparecen en los medios, y por lo tanto no llegan a ser del todo “reales”, al menos para el “gran público” (entendiendo estas palabras entrecomilladas como lo hace el maestro García Calvo). Hace poco leía a un Chomsky especialmente lúcido en un artículo titulado “Qué hace que los medios de comunicación de masas sean de masas”. En él nos recuerda que “la mayoría de los periódicos están dirigidos a una audiencia de masas, no con la intención de informarles sino de entretenerles”. El entretenimiento, en casi todas sus formas, está terminando con la diversión, tal como el exceso de sal destruye el sabor de los mejores platos.

Contra el entretenimiento, la musculatura nerviosa de una Liddell que, increíblemente dotada para el arte dramático y sus diversas máscaras, trabaja desde el dolor sin transmutarlo en ocio, sino en odio, revalorizando todo el andamiaje personal de un creador, sin el cual, diga lo que diga el mainstream artístico, no hay juego real.

Algo así sucede con la poesía, tímida cenicienta artesanal como lo es el teatro. Sucumben todas las voces ante el magno rugido de eso que se llama “poesía de la experiencia”, y que debería llamarse “nueva sentimentalidad”, como en su origen. El increíblemente certero Jorge Riechmann recuerda que “la experiencia se define por su capacidad de transformar al sujeto: lo que queda por debajo de esto es pasatiempo, pero no experiencia. Maurice Nadeau dijo que las grandes novelas son aquellas que transforman al escritor, al hacerlas, y al lector al leerlas. La observación es generalizable a las demás formas de creación artística. (…) Lo peor (casi) que puede decirse de un poeta: ninguno de sus poemas le enseñó nunca nada”. La creación entendida como construcción, a la manera platónica (crear es traer al mundo lo que antes no estaba allí), no tiene nada que ver con la evitación de lo personal, de lo molesto: nada tiene que ver con el entretenimiento, aunque no lo impugne en modo alguno. Sin embargo, citando a Cernuda, “seguir ciegamente las maneras literarias de una época, tanto como la complacencia para consigo mismo, dan pronto ocasión a las primeras arrugas, y nada como ambas cosas hacen vulnerable ante el tiempo a una obra literaria”.

Angélica Liddell, al destruir y odiar(se) el teatro, lo salva, como si aplicara sobre él la más alta cosmética. Cualquiera que haya acudido a sus dos últimas representaciones, Perro muerto en tintorería y El año de Ricardo, habrá podido comprobar que es posible compartir el miedo con la actriz. Un sentimiento fácil de pervertir, pero muy difícil de recrear. Contra la violencia del entretenimiento, la violencia del asco, la incomodísima honestidad, como en aquel poema titulado “Curriculum vitae” que se reducía a un solo verso: “Tengo miedo”.

Liddell escapa de las salas alternativas y sobrevuela el Centro Dramático Nacional. Liddell recibe el Premio Valle-Inclán y es aclamada por Luis María Anson. Liddell frente a los mares vacíos del ente cultural, invitada a bailar por el poder establecido un baile interminable. Liddell completamente a salvo. Otra vez Chomsky: “Las personas que no se ajustan a la estructura del sistema , que no lo aceptan e internalizan (y para poder trabajar debes internalizarla y creer en ella), son descartadas en el proceso, empezando por la guardería y hasta el final. Existen todo tipo de mecanismos de filtración para deshacerse de la gente que piensa de forma independiente y acaba por hacerse molesta. Los que hayáis estudiado en la universidad sabréis que el sistema está muy enfocado a premiar la conformidad y la obediencia; si no haces tal cosa, eres un estudiante problemático. Así pues, es un mecanismo de filtración que termina produciendo a gente que internaliza realmente, con toda honestidad, el marco de creencias y actitudes del sistema de poder en la sociedad. ” Así que no será fácil ver a Angélica entregar un Premio Planeta, o participar en el Baile de la Rosa. Lamentablemente siempre seguirá discutiendo con Gerardo Vera, porque sus formas de internalizar son diferentes.

Sigue siendo completamente cierto aquel amorfo haiku improvisado por un demente preso en una institución psiquiátrica, que desde las verjas anunciaba: “Pobres cuerdos:/ todos encerrados/ ahí fuera”. El circuito “profesional” del arte, reconvertido en cárcel, obliga a los creadores a huir de él, reconvirtiendo las afueras en centros pujantísimos no de presión, sino de subsistencia.

Así la compañía Metatarso, comandada por Darío Facal e interpretada por autores/actores como Marcos García. Así el poeta Julio Reija, desatendidos obviamente por unos mass media sordos y ciegos. Nada nuevo. “Resulta obvio establecer que el producto de los medios de comunicación (lo que aparece y no aparece en ellos, o el modo en el que se presentan las noticias) reflejará los intereses de quienes los venden y compran, de las instituciones, y de los sistemas de poder circundantes. Si no fuese así, sería casi un milagro”. Obviedad que nos recuerda Chomsky y que deslegitima cualquier discusión sobre el statu quo cultural o mediático, por pleonasmo. La cultura, como sistema, como estructura vertical, está más acabada que la novela.

Dos terribles microbios: los mediadores culturales que todo lo emborronan, los chafarrinadores funcionariales; y la increíble virulencia de los confusos cantamañanas que, parapetados tras un aparente rechazo al Sillicon Valley de la literatura, verbigracia, con la cartera llena de tarjetas de visita en las que su nombre aparece acompañando a la palabra “poeta” en cursiva, ansían con erótica pujanza acceder a Bill Gates.

La periferia brilla.

Darío Facal es uno de los dramaturgos más preparados de la escena dramática contemporánea. Trabaja como profesor de teatro y dirige desde hace años, rodeado de actores integrales que parecen seguir las directrices de un von Triers o un Veronese, explorando textos inteligentes que huyen de la confabulación con el espectador y del simulacro, sin desdeñar la risa. Sus dos últimos montajes poseen más material poético que las obras completas de Vicente Gallego.

Marcos García, un Al Pacino angelical, vela por el resto de los actores. Su mirada es la partitura. Verlo es creer de nuevo en la interpretación. Será porque, además de a Shakespeare, lee a Barthes.

Su teatro no olvida que “ser artista es ser un agresor” (Zdanevich), evita el entretenimiento y permite la intervención del espectador cuando llega el momento de decidir un significado, condición sine qua non de la poesía. Así que no esperemos reportajes en EP3. Aunque todo es posible.

Angélica busca lo mismo que Facal en distinto lugar. ”En el centro del vacío/ hay otra fiesta”, dice Juarroz. Angélica llora porque puede.

Ajo: “Buscamos todos lo mismo/en sitios muy distintos./ Y encontramos algo distinto/ pero en el mismo sitio./ Buscamos algo distinto/ y encontramos todos lo mismo”. Esta micropoetisa supone un caso aparte. Para empezar, se desmarca de la poesía como género vituperable, a la manera de Nicanor Parra, fundando la micropoesía (explorada ampliamente por Safo, por Marcial, por José María Parreño, por José Antonio Padilla, por Sofía Rhei, pero ahora reinventada, hecha persona: Ajo). Practica la ruptura de la reverberación del lenguaje con tremenda intuición, y el binomio fantástico de Rodari sin conocer a Rodari (por eso “intuición”), y es valiente, y es verdad. “Poesía es lo que cumple vivamente su fin”, según Juan Ramón Jiménez. La micropoesía lo hace. Lo curioso es que ésta ha vendido 5000 ejemplares de su primera entrega (La luz roja, Madrid, 2004). Las tiradas normales de poesía son de 500 o de 1000 ejemplares, que no suelen venderse sino al cabo de años. 5000 ejemplares son 5000 ejemplos de que, en ocasiones, hay fisuras en el aparato multimediático, y el gran público se deshace en 5000 protestas contra lo acostumbrado.

Ajo es rara avis. Su propuesta no es exactamente literaria. Entronca con Liddell porque, “a diferencia del resto de las modelos, sólo hablo de mi vida privada”. Con Facal, porque su propuesta está viva: se realiza sobre un escenario.

«La explicación de la falta de popularidad de Silverio Lanza es cuestión de densidades. El público español ahora, y más cuando apareció Lanza, era un publiquito para folletines de La Correspondencia, para el Madrid Cómico y la Gran Vía; Silverio era denso para sobrenadar en este mar de ñoñería: su barca tenía demasiado lastre y se fue al fondo». Esto lo escribe Baroja hace 104 años. El trabajo visual de Julio Reija confirma que España sigue asumiendo pocas densidades. En la estela de Brossa y la filosofía del lenguaje, Reija se ha convertido, desde el anonimato, en la Maria Callas de la experimentación poética con el contenido gráfico de la palabra.

Escribe Genet que la obra de arte suscita el ansia de otro estado del mundo. No es “otro estado del mundo”, sólo suscita el ansia. Hace poco se celebraba en Salamanca el Primer Campeonato Mundial de Poetas Pesados, en el que cuatro poetas cravanescos desempolvaban sus guantes y se liaban a hostias sobre un improvisado ring. Aquello se tildó de oportunismo, de gamberrada, de marcusianismo, de deshonra, de détournament, de teratología, pero sólo expusieron su ansia de otro estado del mundo poético, en el que los cisnes se pueden defender cuando alguien trata de romperles el cuello.

Liddell, Facal, García, Reija y Ajo son cinco ansias que existen como breves afluentes del gran río dominante, del Guadalquivir del arte y la cultura de nuestro país. Son sólo algunos casos, que se relacionan de muy distinta forma con la realidad cultural (desde su ingreso súbito, desde la constancia, desde el silencio, desde los márgenes, desde la popularidad) y que desdicen y atacan muchos tópicos. Podemos aprovechar el establishment, pero nunca someternos a sus chanchullos quincalleros (los chanchullos son “manejos ilícitos para conseguir un fin, y especialmente para lucrarse”). Se deben emplear las herramientas que han demostrado estar a favor de la creación, a pesar de sus usos bastardos (la publicidad, el diseño gráfico, las técnicas de marketing) para construir un paisaje cultural más rico y biodiverso.

“Un incendio es un monólogo”, como sabía Padilla. Muchos incendios, una fiesta.

Arriba la piromanía cultural.

1 comentarios:

JFLAR

9 de noviembre de 2009, 10:33

Lo suscribo. Absolutamente.